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6 de noviembre de 2011

La sonoridad de la lluvia y del viento


Imagínese el lector que Gipuzkoa se convierte en la Venecia de Euskadi. ¡Calles rebosantes de agua! ¡Personas que podrían disfrutar de una vida doméstica por la imposibilidad de ir a sus trabajos! ¡Pérdidas millonarias! ¡La txalupa como medio de transporte principal! ¡El pescado, plato fuerte de un menú en el que se degustarían algas y cosas por el estilo! ¡Y ella, nadando por laberintos acuático-guipuzcoanos; introducir la cabeza en el líquido y permanecer inmóvil durante al menos cincuenta segundos!

"Escucho a mojado", piensa mientras teclea en busca de conceptos que describan la tonalidad sonora de la lluvia. Un ritmo acústico rápido, constante y cíclico, como si se tratara de la batería de un grupo. Muy intenso al principio para después relajarse. El proceso se produce sin apenas advertirlo y debe ser escuchado con mucha atención. Las cañerías trabajan durante todo el fin de semana. Trasladan el agua de un lado a otro con sonoridad hueca. Un sonido hueco, aunque más agresivo, que también se escucha cuando la lluvia golpea la tela del paraguas mediocre que sujetaba ayer, en un intento de apuntar en el cuadernillo de turno una frase escrita en una pared cualquiera de una calle cualquiera. Extrañamente, es consciente, al continuar tecleando, de que el choque fortuito de los cubitos de hielo con la mezcla de líquidos del cubata anula completamente la sonoridad acústica de los sábados nocturnos y los transeúntes ni siquiera son conscientes de que se mojan. 

El agua ladea desde arriba. Las farolas de la calle permiten vislumbrar ese conjunto de rayitas fugaces, casi invisibles, que se deslizan en masa y humedecen el asfalto. Hoy no acompaña el viento. "Menos mal", piensa. En los últimos días ha soplado muy fuerte. Siempre que ocurre, desmiente con sentido común lo que el profesor de osquestra relataba: músicos a los que, supuestamente, el viento arrebata su alma porque siente celos de que alguien produzca un sonido más bonito que el propio. Por eso, cuando se toca un instrumento y el viento emite su señal, es conveniente parar. Ese sonido del viento que se introduce por los oídos y somete a las ramas de los árboles, que se apodera de macetas mal colocadas en balcones insensatos, se vuelve amo de paraguas mediocres que intentan resguardar y de melenas que no pueden acomodarse sobre los hombros de sus dueños.


¡En la Venecia de Euskadi veríamos muchas ranas! / Urkulu. J.M

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